La constante pelea del ser. Esa, la de seguir con la cabeza erguida, aunque el peso de un pasado cargue sobre la espalda. La pelea por mantener la sensación de que quien sufrió, y quien tuvo miedo no era uno mismo, sino el protagonista de ese capítulo del libro, o de esa escena de la película que queremos que sea la propia vida.
Pero llega un día en el que indagas lo suficiente como para descubrir que la herida sigue abierta. Y duele. Y escuece. Porque sigue ahí. Porque la piel se regenera más rápida y fácilmente que el alma o el ser en sí mismo.
Y es una carrera. Corres, porque los recuerdos te persiguen. Porque te rompes cada vez que te relajas o te despistas y vuelves a tener constancia de que no han desaparecido. Que siguen ahí. Que no puedes mirar siempre hacia otro lado, porque no siempre te sitúas en cabeza de carrera... Los fantasmas no solo te persiguen, también te rodean y ya no puedes correr, no hace falta que corras más, porque ya has perdido. Te han alcanzado y han conseguido hacerte suyo. Pero te marchas a dormir, como si el sueño fuera capaz de llevarte a otro lado indefinidamente. Como si al despertar todo fuera a desaparecer, o a estar más lejos.
Y de repente nos sentimos diferentes del que sufre. Porque eres consciente de que está sufriendo porque él sí lo demuestra. Y tú no. Tú prefieres dejarte llevar por los días que parece que te dan un suspiro para llevarle ventaja al miedo. Prefieres reconstruir trozos de ti mismo que ya no tienen por donde cogerse, que ya no encajan. Y sigues engordando a esa pelota que a veces oprime el pecho.
Pero nunca llega el día de situarse frente a eso que te persigue. Cuando estás en el inframundo de ti mismo, lo evitas porque no es momento. Y cuando estás pletórico, no quieres menguar esa magia con cosas que ya pasaron. ¿ Y tú alardeas de tu valentía por mantenerte firme y en pie ?